Tengo recuerdos del pasado. Recuerdos que son sólidos. Si no los hubiera vivido, no los recordaría; pero fueron traumáticos, dolorosos, tormentosos, y, encima, el dolor de los dolores más extremos. Me dolieron, sobre todo, que no me creyeran. Pero el dolor está ahí. Tal como Ken Kesey, también fui un cobaya, pero para el desacato del médico loco de turno, que espero haya muerto y reventado. Ante el sufrimiento de los demás, a nadie le gusta, nadie empatiza, y si empatiza, lo hace con sinrazones, de tal suerte que, al final, es sufrimiento es más pesado.
Ingreso en un manicomio de los muchos que hay en la Comunidad de Madrid. Finales años 90. Me toca un celador despreciable, me ponen en una habitación con polvo y muebles viejos y desvencijados; me dice que no me darán el alta porque de lo contrario me haría famoso y vendría la tele y la demás jodienda. Ganas me dieron de arrancarle las entrañas.
Siempre nos despertaban a las cinco de la mañana, para dar paseos como zombies. Siempre el mismo pasillo de paredes blancas, de puertas blancas y de personal estúpido e idiota. Cansado de la medicación, atontado por las drogas de estos seres del averno; y siempre lo mismo. Monotonía y atonía. Nada en la Nada más absoluta. El agua que sabe amarga, sabe mal. Comento al celador: sabe a meados. Este se calla. Hace su trabajo, pero es un capullo en conserva y con plumas de caballo.
Todo penoso. Me consumí en la monotonía y dolor más absurdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario