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miércoles, 13 de abril de 2011

Un día tranquilo



En el comercio había días de primavera, muy de mañana, en que los pedidos se demoraban. Si refrescaba al amanecer, por lo menos, hasta las doce del mediodía, la acción no empezaba. Eran momento de tranquilidad. Podías llevar un pedido, y regresar relajado. O eso, o hasta que el encargado de turno se pusiera a gritarte como una especie de Tarzán con guardapolvos blanco. En esos días, y en esas ocasiones, yo ya había aprendido a ignorar los gritos. Durante los tres años que duró mi contrato (no pensaban hacer fijo a nadie, pero te captaban por eso, por hacerte fijo), me costó aprender a ignorar los gritos. Por una parte, me molestaban, y, por otra, me aturdían. Las molestias eran los comentarios hirientes: sangre de horchata, idiota, imbécil, espábilate y dáte garbo..., y seguido de alguna palabra malsonante. Por cierto, que comprendí que me pagaban por llevar los pedidos, no por batir el récord de velocidad de crucero. Una cosa era cierta: yo era el Alonso de los repartidores y, cuando recuperé un peso corporal aceptable, el agotamiento no podía conmigo hasta la hora de cerrar. Lo que nunca perdoné al encargado, el señor Martínez, fue que pagara sus frustraciones familiares conmigo. Eso nunca lo comprenderé. Todos lo sabían, pero callaban. Excepto yo, que lo hice público a un cliente, o a varios. Porque siempre me llevaba yo el lado más crudo de las broncas, que soportaba en silencio, pero de una manera injusta. El día tranquilo se me había fastidiado.

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