Nunca. Si acaso cuando se ha finalizado la última página, para abrirlo y consultarlo. Sabido es que no hay nada nuevo bajo el sol, y sabido es que las fechas están o no escritas, e incluso bailan y se fugan, en una singular tocata u fuga. Las palabras, atrapadas en estos cuadernos, muestran, sobre todo, una capacidad increíble para inspirar. Naturalmente, antes de escribir hay que tomar aire, relajarse y estar dispuesto a escribir todos los días. O los días seguidos posibles, naturalmente.
Pero los cuadernos forman parte de nosotros. Los llevamos en el colegio o escuela, en el instituto y la universidad. Son los testigos de nuestros conocimientos, con nuestras notas y apuntes y una infinidad de tareas más. Perderlos significa perder aquello que fuimos hace tiempo, o que lo somos ahora. Pero creo que me estoy demorando demasiado. Después de todo, en los cuadernos descansan nuestros pensamientos y memorias, y aquel relato que quedó incompleto, o notas para esa novela que, en algún momento, vuele al procesador de textos.
Es emocionante saber que, desde que se creó el papel, el ser humano siempre ha estado dispuesto a demostrar que el saber es infinito. El saber oficial, y esos saberes ocultos que denigramos, pero que están ahí, presentes. Y sorprende, sobre todo, que esos mismos conocimientos se salvaron por los copistas y el propio monarca o noble que mantenía vivo el saber de los filósofos, o los grimorios y libros de alquimia, tan presente en nuestra época, tan misteriosa como siempre.
Y, entonces, empezamos a darnos cuenta de que la palabra nunca muere, que se ponga en el soporte que se ponga, la escritura se encuentra entre nosotros, hasta el punto que, si no podemos recabar información y plasmarla, nuestra incomunicación sería catastrófica.
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