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viernes, 15 de abril de 2011

Calle Velázquez arriba


Siempre pensé que subir todo Velázquez arriba, en el Barrio Salamanca, era como ascender a una cumbre ligeramente alta. Sobre todo, cuando había que llevar un pedido a todas horas, o entre algunas semanas. Me dirigía con el carro, normalmente (si hay algo normal en llevar un carro alargado, forjado en hierro, y pesado), lo llevaba, al principio con prisa. Luego, más tranquilo, porque, subir Velázquez me deja sin aire ni resuello. De hecho, subiendo Velázquez, se hallaba, al lado, la calle maldita, aún con más cuesta. Aún no me explico, como es que sostenía el carro del pedido, sin que me pasara por encima. Ni Ulises, vamos.

Entonces, cuando ya alcancé cierta maestría, subía la cuesta sin problemas. Siempre he pensado que la calle Velázquez, en dirección hacia las oficinas, y atravesando María de Molina, era lo mismo que, algunos días, se antojaba una suerte de odisea, o de castigo divino. Era un castigo tanto en invierno, como en verano. Por ejemplo, en invierno uno se helaba, y dolían las manos; en verano, me traía dolores de cabeza por el continuo castigo del sol, que me obligaba a beber agua constantemente. Poco después, regresaba al comercio con un desazón tremenda, envidiando a los encargados, al charcutero, al carnicero, a la panadera, a las cajeras, a Santiago del almacén, que se quejaban de estupideces, mientras nosotros, los repartidores, nos las teníamos que ver con los caprichosos elementos meteorológicos.

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