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sábado, 19 de marzo de 2011

Días calurosos


Recuerdo días calurosos en que se hacía imposible respirar. Los más calurosos fueron, aparte de finales de los 90, también a inicio de siglo. De hecho, recuerdo que hubo no un día, sino una semana, en que, al dormir, al día siguiente, recién levantado, el calor provocab agotamiento. De hecho, procuraba salir poco, a dar paseos, porque la insolación y la deshidratación, se hallaba a la orden del día. En la calle, las aceras parecían planchas de horno, y las suelas de las deportivas se quedaban casi pegadas. Incluso, un día fui a Gran Vía, y eché a perder una suelas de zapatos, nada más salir del Metro. Anduve cojeando toda la tarde. Luego, resultó ser un ácido que se había potenciado por el calor, y me pregunté, que rayos hacía un ácido corrosivo, tirado a la buena del diablo, o a las malas de Dios, a la salida de la estación de Gran Vía. Tuve suerte de que no se me dañara el pie, pero, en casa, me quité los calcetines, para ver si había enrojecido, o había heridas. No hubo nada, sólo un ligero escozor que desapareció a los cinco días, con un calor ácido insoportable. Luego, todo volvió a ser como antes. Los días calurosos disminuyeron, mientras me entraba la angustia de que había perdido unos zapatos, y que la Gran Vía, en días calurosos se encuentra poseída por duendes maléficos (Gremlins, quizás) que se dedican a tirar ácidos corrosivos por pura y demente diversión. Ahora que tomo nota de este hecho, en su momento, me pareció una retorcida broma de mal gusto, y se lo comuniqué a un amigo. ¿De dónde había salido el ácido? Lo ignoró. Pero es tan misterioso como engañar a Roger Rabbit.

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