Desde antaño, los cuadernos, sean de un estilo u otro, son guardianes y archiveros de nuestros conocimientos y de nuestra memoria. En el colegio guardaban las notas y los ejercicios, apuntes pasajeros que ya no servían para el curso siguiente.
Ya en la edad adulta, guardan nuestros pensamientos y apuntes de otro tipo de cursos: los Talleres de Escritura. Las notas sirven. Nunca están de más, porque se trata de perfeccionar el trabajo; ese escrito que tanto nos ha costado redactar, días y días, hasta que, pasando por el tamiz del procesador de textos, se convierte en el pilar básico que nos ofrece su auxilio, "para mejorar el escrito", dicen algunos.
Pero es la memoria la que parece hacer todo el trabajo. Deshacerse de las notas del cuaderno es como deshacerse de una parte de la vida. Ahí reside toda la alquimia experimental de la escritura. Las fórmulas para mejorar, y los errores a evitar.
Un cuaderno jamás nos dejará en la cuneta. Basta ojearlo para comprobar algún dato que se nos ha olvidado, o un esquema para refrescar nuestra propia memoria. La técnica a utilizar, y la mejora de la lengua en la escritura.
La eternidad de los cuadernos no depende de su existencia material, sino de su transformación interna. Una misma idea puede rondar por distintos cuadernos, modificarse y evolucionar de la manera más proteica, hasta dar con la clave de un artículo, alguna historia, o alguna novela.
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