Siempre que abro un cuaderno, la sensación no es, precisamente, de plenitud. Es, más bien, descubrimiento. Pero luego, llega el momento, y ante la hoja, se me queda la mente en blanco. Es terrorífico. Entonces, no queda nada quehacer, sino empezar. Al principio, n o se escribe nada por el temor; pero es un cuaderno, no un folio. Como dice Javier Marías, el cuaderno es un amigo. Le puedes contar tus cuitas al compañero de viaje. No te responderá, porque el diálogo es un monólogo a dos voces: tú y la escritura.
Pero la sorpresa es insospechada. Basta con tomar notas hasta de lo más banal. No importa. En la existencia, todo es intrascendente. Incluso lo maravilloso, es intrascendente, porque no se puede definir con palabras. Pero las palabras, somos nosotros, y eso nos completa. Parcialmente.
Por eso, aunque tengo tres cuadernos Moleskine, estoy utilizando uno, y el resto los reservo para el futuro, y cuando haya finalizado de crear en sus páginas. De ahí que, aunque con los folios tengo cierta libertad de espacio, en un Moleskine se guarda todo como un tesoro.
Por otra parte, la situación se complica cuando, aún con poco espacio, el resultado parece poco importante. Pero un Moleskine no sustituye a los amigos de carne y hueso. Eso, nunca. Tampoco es una caja registradora de recuerdos. Pero, si empezamos a adorar los objetos, nuestro mundo se cosifica, y puede dar lugar al vacío. Una pena.
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