El óleo de la pintura del monte o cordillera semejaba un mar embravecido. Cada día que lo completaba le parecía más que una coerdillera una serie de olas que negaban una parte de realidad al cuadro. Llevaba años en que, por lo menos, la tela permitía los colores fríos que le otorgaban una libertad que rozaba con el misticismo.
Se trataba del Himalaya.
No estuvo allí y se inspiré en una antigua fotografía, que le sirvió de modelo. La elección de los colores no fue arbitraria. Cuando llegó el momento, en la exposición, comentó que dio vida a la fotografía buscando colores etéreos, hasta el punto que parecía irreal o soñado.
Todos los curiosos y visitantes aplaudieron la obra. Más que una cordillera era un mar, olas enfrentadas y un largo etcétera de fantasía. La cordillera luchando por las formas y su majestad. Un enfrentamiento natural, y la luna, pequeñita, observándolo todo, como una guardiana pasiva.
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