Proclamaba el fin del mundo en todas las televisiones. Decía que era el final de una era y el inicio de otra. También, que el fin estaba cerca, y que una colisión aún más tremenda que la extinción de los dinosaurios estaba a punto de completarse. Mientras cogía el micrófono con la mano derecha, con la izquierda se secaba el sudor de la frente.
Todo el público enloquecía viendo al predicador proclamando una nueva era en donde seríamos juzgados por el Espíritu Santo. Conocía los secretos para que los feligreses, en comunión con su discurso, lograran hacerle caso.
Se llevó varias veces la mano al pecho. Sentía un tirón en los pulmones y el corazón. Llegó hasta la mitad del escenario. Gritó ¡arrepentíos! y algo sobre las heridas de Jesucristo. Tomó aire, y el sonido del oxígeno hacia los pulmones se le antojó el aire entre una cañería de latón oxidada. Tosió un poco. Un esputo amarillento cayó al suelo.
Poco antes de caer, un último dolor le dejó seco en el escenario. Perdió la color, como una muestra del rostro pálido y lívido, y se derrumbó en la tarima como un saco de ladrillos. Había llegado su final. Todo el mundo se silenció. Los feligreses no sabían que pensar. Hasta que uno gritó: ¡Se ha salvado, se ha salvado, alabado sea Dios! Y todos repitieron al unísono, la misma letanía.
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