El inmenso monasterio se presentó a sus ojos. Pero no era su objetivo. Quería subir al Tibet. La dificultad de visitar el monasterio se debía a las autoridades chinas. Un tira y afloja de marcado carácter político. Un pulso por el poder religioso y por el poder mundial basado en la aniquilación del individuo y de sus libertades.
Intentó ir al templo pero no le dejaron pasar. Estaba prohibido y un par de soldados del poderoso ejército chino le impidió la entrada. Se presentó como europeo. Fue del todo inútil. Europeo o no, no pasaría al templo. Le comunicaron que se necesitaba un permiso especial que las autoridades chinas otorgaban después de un largo periodo de tiempo. Eso podía significar meses o años. Normalmente consistía en un mes, pero las autoridades chinas desconfiaban de los turistas y de los investigadores y, sobre todo, de los peregrinos.
Se quedó en la puerta, esperando, y los soldados permanecieron en silencio como delgados Budas. No emitieron sonidos, pero en sus rostros se reflejaba la desaprobación. ¿Para esto se había tragado miles de kilómetros? Anochecía y decidió refugiarse en las casas de la aldea. Descendió amoscado. Mañana contrataría unos guías sherpa para subir el Tibet o al Himalaya. En ambos casos, la meta no cambia y es la misma.
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