No temo a los ascensores. Nunca los he temido. Pero me han hecho pasar malos ratos muy breves. Cuando repartía en el Barrio de Salamanca, hubo un conserje impresentable que paró a propósito el ascensor. Quedé atrapado entre dos pisos y, entre el calor que hacía, y el dolor de vejiga, me puse muy nervioso.
El ascensor se había parado, y no me quedó más remedio que tocar el botón del timbre, y gritar: ¡socorro, socorro! Me encontraba desvalido. El conserje, un portero vulgar pero bien vestido que iba trajeado, se sonrió, diciendo que no metiera tanto ruido. Le repliqué que podía hacer el ruido que me diera la gana, y que un desclasado como él, no era quién, para decirme lo que debía o tenía que hacer.
-No te sulfures, chaval-dijo con condescendencia.
No le dije que mi padre también era portero; pero, si se lo hubiera dicho, le hubiese cantado las cuarenta. Poco después, si algún día me coincidía el pedido, juré que me orinaría en el ascensor o en las terracillas de servicio. No tuve la oportunidad, pero el portero se había comportado como un impresentable.
El portero se defendía:
-Era una broma.
-Pues métase la broma por el culo-le dije con mi pensamiento.
No se trataba de ninguna broma, desde luego.
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