Sentirse invisible, en ocasiones, tiene sus ventajas. En otras, por supuesto son vivencias molestas y ultrajantes.
Hace más de diez años me aconteció, un par de veces, esta situación que, por fortuna, ya no se repite tanto. Fui a la fruteria de un tal Silvestre que, por cierto, además de ir de listillo, trataba de robar, por así decirlo, a la clientela que, generalmente, era femenina.
El tal Silvestre, que tiene mucho de simio salido de los árboles, estuvo atendiendo a cada señora o señorita que le pedía algo de su cesta de frutas de Chita la Cantaora. Mis buenos días se habían anulado entre un ingente maremágnum de femeninas inquietudes. Silvestre el Mono, sólo atendía a las clientas,mientras que yo era ignorado.
Al principio, me sentí molesto; pero vi su juego, que se trataba de una estrategia psicológica simple. Por suerte, yo tramé una respuesta que pronto quedaría en evidencia.
Hallándome cruzado de brazos, y con el gesto más desagradable, Silvestre atendió a la última clienta, que reía sus monerías de australopitecino, y demás monadas en su boca apretada y mal moldeada, como si el Escultor Supremo hubiera decidido que lo mejor consistía en dejar la obra imperfecta por terminada. De hecho, Silvestre siempre me ha parecido un coco-plano-calvo.
Pues bien, cuando llegó mi turno, Silvestre me recibió con una malévola sonrisa.
-Te toca.
Entonces, antes que balbucear, para molestarlo un poco (me creyó tan simple, que pensó que me iba a comprar algo); pero yo le respondí, consultando el reloj:
-¡Qué tarde es! Tengo que irme.
Automáticamente, su rostro simiesco dio lugar a una mueca semejante, con los ojos como platos, equivalente a un doloroso golpe en la huevera.
Esta vez, el Hombre Invisible había ganado. A Silvestre le molesto que su "celebro" no funcionase ese día a todo trapo.
Consejo: no vayáis a su frutería, el tipejo es deshonesto y un sinvergüenza.
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