Bueno, no dio para una de Homero, pero casi. Después de entregar unos cuantos libros, en la Biblioteca, y escoger otros (últimamente, me ha dado por las novedades editoriales en el expositor de la entrada), decidí irme a dar un paseo a un centro comercial de Hortaleza (no digo el nombre, porque no es cuestión de publicitar lo que provoca millones de gastos al bolsillo propio y al ajeno, y que, con un poco de suerte, es posible que levanten a España de su crítico sopor).
Pues bien, esperé al autobús, como quien espera a su nave en el puerto. Y, cuando digo “nave”, me refiero a un barco, y que la metáfora e hipérbole del autobús, es casi semejante. Llegó el autobús, y entré. Cuando me senté, estaba leyendo un libro, y, mientras lo leía, la mente me envió a un artículo que escribió hace tiempo, Eduard Punset, en una revista semanal, del ABC o LA RAZÓN.
El catalán hablaba de los viajes en el tiempo (mi tema borgiano favorito), y defendía la idea de que, en este medio de transporte, se viaja en el Tiempo, y en el Espacio. Bueno, el Tiempo es media hora, y el Espacio, dependiendo de la velocidad de crucero del transporte (en México, los llaman “camiones”, sus razones tendrán); en esto estaba, cuando la llegada se volvió eterna.
Para ir a Hortaleza, a Mar de Cristal (yo trabajé, hace muchos años, y cuando era más jovencito, en el Mar de Kara, que por ahí está; por cierto, yo añadía Kara Jor-El, para fastidiar), pero el trayecto, entre el calor y la lectura se hizo eterno. Pude vislumbrar los edificios, o el edificio del centro comercial, y me dediqué a darme una vuelta por el susodicho o susodicha construcción del ocio y el consumismo.
Antes, me encontré con una vecina, a la que llamaré Caribdis; pero es una vecina metiche y fisgona de un portal vecino. Cada vez que abre la boca, esta vecina, es para saber y enterarse de todo (también, podría enterrarse, y dejarnos vivir en pacífica desenvoltura, claro), y siempre que pregunta, habla con una “ch” en las palabras, como si la lengua le golpease el paladar viejuno.
Me la encuentro en la parada, al salir de la Máquina del Tiempo de la EMT, saludó, y la muy zafia y zahína, se queda en silencio, y no dice nada. Esto es lo que pasa con las “enteradas”, que su educación no está a la altura de su adusta y vejestoria vejez (que conste que la mantengo en el anonimato); poco después, la caminata me hizo olvidar las mandíbulas gastadas del monstruo que me había ignorado, hasta que, por lo menos, llegué al centro comercial, y me dediqué a pasear, y a calmar mi estómago por el esfuerzo. Siempre entra hambre en el momento más inesperado. Por lo menos, esto me hizo olvidar la falta de sensibilidad de Escila y Caribdis en una pieza.
He prometido no volver a escuchar las palabras cochambrosas, embrochadas y pachadas, de esta hija de Neptuno, en las cataratas, que más que escupir naves, no vive si no se entera de la vida de los demás, y oculta la suya. De manera, que he decidido “vengarme” aquí. Ahora, que, si algún sobrino suyo tiene ordenador, si consulta mi blog, puede llevarse una sorpresa.
Mi regreso a casa fue por el Subterráneo gusano de la tierra. No pienso explicarlo, porque lleva pasajeros con diligencia. Lo más seguro es que el Subterráneo se inventó, porque un sabio avisado se fijo en los gusanos terrestres. Luego, otros tipos más modernos, lo llamaron Metro. Pero, una cosa es cierta, no me dediqué a viajar en el tiempo. Me dediqué a leer, mientras partían varios gusanos, a leer, mientras pasaba el tiempo, a Ramón J. Sender. Fallecido hace más de veinte años, pero tan clásico y tan vivo como un escritor de culto, o un aventurero legendario, que no encontró a Livingstone, pero sí a una chismosa, que quechía chaber de chodo. ¡Caramba!
Pues bien, esperé al autobús, como quien espera a su nave en el puerto. Y, cuando digo “nave”, me refiero a un barco, y que la metáfora e hipérbole del autobús, es casi semejante. Llegó el autobús, y entré. Cuando me senté, estaba leyendo un libro, y, mientras lo leía, la mente me envió a un artículo que escribió hace tiempo, Eduard Punset, en una revista semanal, del ABC o LA RAZÓN.
El catalán hablaba de los viajes en el tiempo (mi tema borgiano favorito), y defendía la idea de que, en este medio de transporte, se viaja en el Tiempo, y en el Espacio. Bueno, el Tiempo es media hora, y el Espacio, dependiendo de la velocidad de crucero del transporte (en México, los llaman “camiones”, sus razones tendrán); en esto estaba, cuando la llegada se volvió eterna.
Para ir a Hortaleza, a Mar de Cristal (yo trabajé, hace muchos años, y cuando era más jovencito, en el Mar de Kara, que por ahí está; por cierto, yo añadía Kara Jor-El, para fastidiar), pero el trayecto, entre el calor y la lectura se hizo eterno. Pude vislumbrar los edificios, o el edificio del centro comercial, y me dediqué a darme una vuelta por el susodicho o susodicha construcción del ocio y el consumismo.
Antes, me encontré con una vecina, a la que llamaré Caribdis; pero es una vecina metiche y fisgona de un portal vecino. Cada vez que abre la boca, esta vecina, es para saber y enterarse de todo (también, podría enterrarse, y dejarnos vivir en pacífica desenvoltura, claro), y siempre que pregunta, habla con una “ch” en las palabras, como si la lengua le golpease el paladar viejuno.
Me la encuentro en la parada, al salir de la Máquina del Tiempo de la EMT, saludó, y la muy zafia y zahína, se queda en silencio, y no dice nada. Esto es lo que pasa con las “enteradas”, que su educación no está a la altura de su adusta y vejestoria vejez (que conste que la mantengo en el anonimato); poco después, la caminata me hizo olvidar las mandíbulas gastadas del monstruo que me había ignorado, hasta que, por lo menos, llegué al centro comercial, y me dediqué a pasear, y a calmar mi estómago por el esfuerzo. Siempre entra hambre en el momento más inesperado. Por lo menos, esto me hizo olvidar la falta de sensibilidad de Escila y Caribdis en una pieza.
He prometido no volver a escuchar las palabras cochambrosas, embrochadas y pachadas, de esta hija de Neptuno, en las cataratas, que más que escupir naves, no vive si no se entera de la vida de los demás, y oculta la suya. De manera, que he decidido “vengarme” aquí. Ahora, que, si algún sobrino suyo tiene ordenador, si consulta mi blog, puede llevarse una sorpresa.
Mi regreso a casa fue por el Subterráneo gusano de la tierra. No pienso explicarlo, porque lleva pasajeros con diligencia. Lo más seguro es que el Subterráneo se inventó, porque un sabio avisado se fijo en los gusanos terrestres. Luego, otros tipos más modernos, lo llamaron Metro. Pero, una cosa es cierta, no me dediqué a viajar en el tiempo. Me dediqué a leer, mientras partían varios gusanos, a leer, mientras pasaba el tiempo, a Ramón J. Sender. Fallecido hace más de veinte años, pero tan clásico y tan vivo como un escritor de culto, o un aventurero legendario, que no encontró a Livingstone, pero sí a una chismosa, que quechía chaber de chodo. ¡Caramba!
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