Entradas Universales

martes, 5 de julio de 2011

El peluche gigante tenía un precio

Este recuerdo está grabado en mi memoria con fuego. El fuego con el que uno se da cuenta de las cosas, y ha de impartir una lección, para poner las cosas en su sitio. Sucedió hace unos casi dieciséis años.
Me encontraba, por la mañana, entrenando en el Gimnasio Embajada, en la Urbanización Embajada. Llevaba dos años trabajando y asistiendo durante la semana al entrenamiento casi diario (cuatro días a la semana, y entrenando como una bestia) Mi cuerpo ya se perfilaba, y había logrado aumentar mi fuerza y tamaño. Por otra parte, también tuve que soportar las bromas, traiciones y tomaduras de pelo.
Decían que eran tus amigos, pero eras el blanco de sus sandeces. Se ponían a opinar sobre lo que debería ser un hombre, y no un ser humano, indistintamente del tipo que sea. Aguanté sus bromas durante el primer año; luego, aprendí a ignorar sus presencias; y luego, mi lengua y mi mente se afiló como el filo de una navaja. Sabía como hacer daño, y devolverlas con el dolor multiplicado. El dolor que se me había infligido, y que no era cuestionable.
Los días que iba a entrenar era tratado y comentado con desprecio. Tenía que soportar las pesadas bromas dirigidas a mí, y los constantes desprecios. Esa actitud fue haciendo mella en mí; pero me guardaba un peligroso as en la manga, para cuando llegara mi oportunidad.
Resulta que, ese segundo año, la mujer del dueño del gimnasio estaba ya de nueve meses. Incluso le habían lanzado piropos y todo lo demás. Jose, el anterior monitor, había dejado de trabajar allí, y lo sustituía Mario, un coloso muscular hinchado de proteínas, y con un ego demasiado creído.
Habían hospitalizado en la Maternidad a la mujer de Carlos, que era Campeón de Castilla-La Mancha de Culturismo, y, mientras yo me encontraba haciendo un curl de mancuerna a una mano, se me acercó Mario, y me comentó:
-Queremos regalarle al bebé de Carlos un peluche. Vamos a participar todos en una colecta.
Yo permanecí en silencio, como pensándome la respuesta. Finalmente, respondí:
-Ya pago a Carlos la mensualidad-dije-No pienso pagarle nada más.
Mario se quedó sorprendido. No hice comentario alguno de las bromas pesadas, de los desplantes de Carlos con el grupito, de sus tomaduras de pelo hacía mí, su víctima predilecta, ni, desde luego, que lo único que hacía era entrenar después de venir del trabajo. Pero aprendí a cortarle en la agudeza de sus respuestas. Las mías eran mucho más ácidas y agudas todavía, hasta que, finalmente, con mi rechazo definitivo (porque no me fiaba de ninguno del grupito) creó un enemigo más: el propio Carlos.
Pero él se lo había buscado. Incluso dejó de atenderme para que me creara nuevas rutinas. Decía que estaba ocupado. Una falsedad. Ocupado hablando con sus “amiguetes” que, en cuanto dejó el negocio, en el Embajada, nadie se acordó de él, ni lo tuvieron en cuenta. Jamás supo escoger sus amistades, y sí reírse de los pocos que no deseaban nada negativo.
Naturalmente que quedé como un enemigo, muy mal. Pero la furia ya había estallado. Y, cuando años después, me insistió, por vía de mi hermano pequeño, que regresara a entrenar, me negué en redondo. Es más, le dije que no me apetecía. El sabía, tan bien como yo, que un poco de ejercicio me sentaría bastante mejor, pero no estaba dispuesto a soportar la chabacanería de un paisano, después del infierno que pasé. No lo vi en ningún momento. Mi vida iba, y sigue, por otros derroteros.

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