Entre estación y estación, es una afirmación absurda que dé tiempo para leer. El subterráneo avanza a una velocidad exagerada, y sus paradas son de unos dos minutos largos. Pero, entre estación y estación, si el trayecto es corto, no se lee ni en suspiro, porque, si carece de aviso, la estación se pasa para los despistados.
De este grupo soy yo. Ahora, siempre estoy atento, y eso me obliga a levantar la vista de las páginas, pero no logro, en todo el trayecto, tranquilizarme, porque, en este caso, me molesta bastante interrumpir mi lectura, para fijarme en que estación estoy. Y luego, el aviso de la llegada a la estación, depende del metro que cojas.
Por ejemplo, hay trenes que no tienen el aviso. Algunos días, coincides con ellos, pero otros, parece que hayan volado, o evaporado. Lo primero que uno piensa es: claro, la crisis. Pero la crisis nos está trayendo la maldición de los recortes.
La velocidad del transporte está bien. He comprobado que, en los autobuses, en donde el tramo de llegada, de parada escogida, es de una media hora. En media hora, me leo, en el autobús, una media de dos o tres capítulos bien escritos. En Metro, en una ráfaga, no paso de las dos páginas. Claro que, si hay que ir a la Gran Vía, o a Sol, o a Callao, la cosa se pone un poco aguda, porque, lo he comprobado, en Metro, se viaja en el Tiempo. Si se viajara en el Espacio, tanto mejor, pero no me gustaría pararme en la Estación del Neolítico, o del Año 1808, sólo por el hecho de despistarme en una época en la que no me querría bajar.
Claro que, bien mirado, me bajaría en la Estación de 1980 que, si me despisto, con un poco de mala suerte, el subterráneo se pararía en la de mi nacimiento. Paradoja que espero no se realice, porque entraría en la paradoja temporal. Dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio. Se anularían mutuamente, y la materia no es, precisamente, tan resistente como aparenta.
De hecho, como expone Carl Sagan en su ensayo divulgativo “Cosmos”, la materia, al estar producida por átomos unidos débilmente, en realidad, la materia es nada. Esto me da que pensar, porque se trata de la teoría cuántica: la mesa no es una mesa, sino la percepción de la forma de la mesa, o como los fotones de luz, que penetran en nuestros ojos, y que el cerebro descodifica, nos permiten ver los colores de los objetos, formas y diseños; pero la oscuridad es imposible descodificarla, en muchas ocasiones.
Por lo visto, en Metro, suceden muchas cosas; pero, tan rápidamente, que no da tiempo a darse cuenta de nada. Da tiempo si uno se dirige, en varios suspiros, a la Casa de Campo, o Carabanchel, o a las estaciones más lejanas e intricadas.
Hace unos veinte años, mientras me hallaba en la Estación de Ciudad Lineal, durante un fin de semana, que salía para mis visitas a La Casa del Libro, me tropecé con dos argentinos, y comentaban que:
-El Metropolitano madrileño es el más eficiente y rápido.
-Sí, y las estaciones son grandes, no como en nuestra patria.
-Y se llega enseguida.
Razón no les faltaba; pero, por esa época, nunca pensé en que, también el Metro fuera una Máquina del Tiempo. Para mí, era una Máquina para Ahorrar Tiempo. Ahora, me he relajado, pero, por aquellos años, mi obsesión era la puntualidad. Finalmente, he comprendido que la puntualidad es relativa, y no necesito ningún reloj atómico o nuclear, para que mida si desaparezco a la velocidad de la luz, siempre que llegue, por lo menos, tres o cuatro minutos antes al destino.
Sin embargo, creo que el destino es relativo. De tal manera, que nuestros destinos, en ocasiones, no los decidimos nosotros, sino que, al contrario, nos ocupamos de eliminarlos de manera inconsciente.
De este grupo soy yo. Ahora, siempre estoy atento, y eso me obliga a levantar la vista de las páginas, pero no logro, en todo el trayecto, tranquilizarme, porque, en este caso, me molesta bastante interrumpir mi lectura, para fijarme en que estación estoy. Y luego, el aviso de la llegada a la estación, depende del metro que cojas.
Por ejemplo, hay trenes que no tienen el aviso. Algunos días, coincides con ellos, pero otros, parece que hayan volado, o evaporado. Lo primero que uno piensa es: claro, la crisis. Pero la crisis nos está trayendo la maldición de los recortes.
La velocidad del transporte está bien. He comprobado que, en los autobuses, en donde el tramo de llegada, de parada escogida, es de una media hora. En media hora, me leo, en el autobús, una media de dos o tres capítulos bien escritos. En Metro, en una ráfaga, no paso de las dos páginas. Claro que, si hay que ir a la Gran Vía, o a Sol, o a Callao, la cosa se pone un poco aguda, porque, lo he comprobado, en Metro, se viaja en el Tiempo. Si se viajara en el Espacio, tanto mejor, pero no me gustaría pararme en la Estación del Neolítico, o del Año 1808, sólo por el hecho de despistarme en una época en la que no me querría bajar.
Claro que, bien mirado, me bajaría en la Estación de 1980 que, si me despisto, con un poco de mala suerte, el subterráneo se pararía en la de mi nacimiento. Paradoja que espero no se realice, porque entraría en la paradoja temporal. Dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio. Se anularían mutuamente, y la materia no es, precisamente, tan resistente como aparenta.
De hecho, como expone Carl Sagan en su ensayo divulgativo “Cosmos”, la materia, al estar producida por átomos unidos débilmente, en realidad, la materia es nada. Esto me da que pensar, porque se trata de la teoría cuántica: la mesa no es una mesa, sino la percepción de la forma de la mesa, o como los fotones de luz, que penetran en nuestros ojos, y que el cerebro descodifica, nos permiten ver los colores de los objetos, formas y diseños; pero la oscuridad es imposible descodificarla, en muchas ocasiones.
Por lo visto, en Metro, suceden muchas cosas; pero, tan rápidamente, que no da tiempo a darse cuenta de nada. Da tiempo si uno se dirige, en varios suspiros, a la Casa de Campo, o Carabanchel, o a las estaciones más lejanas e intricadas.
Hace unos veinte años, mientras me hallaba en la Estación de Ciudad Lineal, durante un fin de semana, que salía para mis visitas a La Casa del Libro, me tropecé con dos argentinos, y comentaban que:
-El Metropolitano madrileño es el más eficiente y rápido.
-Sí, y las estaciones son grandes, no como en nuestra patria.
-Y se llega enseguida.
Razón no les faltaba; pero, por esa época, nunca pensé en que, también el Metro fuera una Máquina del Tiempo. Para mí, era una Máquina para Ahorrar Tiempo. Ahora, me he relajado, pero, por aquellos años, mi obsesión era la puntualidad. Finalmente, he comprendido que la puntualidad es relativa, y no necesito ningún reloj atómico o nuclear, para que mida si desaparezco a la velocidad de la luz, siempre que llegue, por lo menos, tres o cuatro minutos antes al destino.
Sin embargo, creo que el destino es relativo. De tal manera, que nuestros destinos, en ocasiones, no los decidimos nosotros, sino que, al contrario, nos ocupamos de eliminarlos de manera inconsciente.
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