En ocasiones, las palabras sobran o faltan. No siempre es así. Porque, como ya señalé hace tiempo, uno no escoge sus palabras, en algunos momentos. No las escoge, porque las palabras lo invaden todo. Y, sin embargo, las palabras son necesarias, por lo intensas.
Nos encontramos en una época, bastante agradable y desagradable, en que las palabras suelen ser destructoras y sangrientas. Basta con escuchar a los políticos: siempre con doble o triple intención, y que se asemejan a un combate de gladiadores. Ya no son púgiles, sino gladiadores, que esperan ansiosos la caída del otro. Por eso creo que las palabras son necesarias, pero, en ocasiones, malquistan y provocan guerras, o destruyen al cincuenta por ciento. El otro cincuenta, espera, claro.
Pero, si buscamos palabras creadoras, siempre hay alguien que se dedica a frenarlas, anulándolas, y las esclaviza para sí, tergiversándolas. Como hace unos veintiún años, cuando uno que creía amigo mío, me llamó: “pastillero”. Curiosamente, comprendía el término, y es un término desagradable, bastante ofensivo; teniendo en cuenta que este “amigo”, no comprendía muchos términos que, para él, eran y son abstractos, no supo elegir sus amistades.
Pero esa palabra me ofendió. Yo no era lo que afirmaba. Nunca lo he sido; pero ya esa palabra nunca me había gustado. Porque un pastillero es aquél que toma una serie de drogas de diseño o las vende. Ni yo me dedicaba a eso, porque mi afición es la lectura, ni me ocupaba de lo otro, un negocio peligroso, desde luego.
Pero una cosa es cierta: jamás hice nada ilegal. Jamás.
Por eso, ¿qué puedo decir…? Cierto que, en este caso, no tengo nada que reprocharme. Pero las palabras son más peligrosas, en ocasiones, o más agradecidas, en algunas circunstancias. Jamás este “amigo”, cuando le pregunté por qué me llamaba así, y porqué lo decía. Recibí el silencio, y el silencio es lo más horrible del asunto. El silencio, ya de por sí, mata, y es una muerte horrible y fría como el mármol. También me demostró que el insensible era él, y que ha de convivir cada día con una culpa (pues ya no es mi amigo, ni nada), que lo consume cada día, en ese cráneo enorme con cerebro diminuto, aplicado al arte de destruir a su antojo.
Nos encontramos en una época, bastante agradable y desagradable, en que las palabras suelen ser destructoras y sangrientas. Basta con escuchar a los políticos: siempre con doble o triple intención, y que se asemejan a un combate de gladiadores. Ya no son púgiles, sino gladiadores, que esperan ansiosos la caída del otro. Por eso creo que las palabras son necesarias, pero, en ocasiones, malquistan y provocan guerras, o destruyen al cincuenta por ciento. El otro cincuenta, espera, claro.
Pero, si buscamos palabras creadoras, siempre hay alguien que se dedica a frenarlas, anulándolas, y las esclaviza para sí, tergiversándolas. Como hace unos veintiún años, cuando uno que creía amigo mío, me llamó: “pastillero”. Curiosamente, comprendía el término, y es un término desagradable, bastante ofensivo; teniendo en cuenta que este “amigo”, no comprendía muchos términos que, para él, eran y son abstractos, no supo elegir sus amistades.
Pero esa palabra me ofendió. Yo no era lo que afirmaba. Nunca lo he sido; pero ya esa palabra nunca me había gustado. Porque un pastillero es aquél que toma una serie de drogas de diseño o las vende. Ni yo me dedicaba a eso, porque mi afición es la lectura, ni me ocupaba de lo otro, un negocio peligroso, desde luego.
Pero una cosa es cierta: jamás hice nada ilegal. Jamás.
Por eso, ¿qué puedo decir…? Cierto que, en este caso, no tengo nada que reprocharme. Pero las palabras son más peligrosas, en ocasiones, o más agradecidas, en algunas circunstancias. Jamás este “amigo”, cuando le pregunté por qué me llamaba así, y porqué lo decía. Recibí el silencio, y el silencio es lo más horrible del asunto. El silencio, ya de por sí, mata, y es una muerte horrible y fría como el mármol. También me demostró que el insensible era él, y que ha de convivir cada día con una culpa (pues ya no es mi amigo, ni nada), que lo consume cada día, en ese cráneo enorme con cerebro diminuto, aplicado al arte de destruir a su antojo.
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