Son libros antiguos, libros que descansan, que conformaron una serie de mundos, y que se consultan, en ocasiones, raramente. Y escribo "raramente", porque suelen ser libros para bibliófilos, coleccionistas voraces, que, en ocasiones, no suelen leerlos.
En una ocasión, en la Cuesta de Moyano, conocí a un bibliófilo que se compraba los libros y los coleccionaba, no para leerlos, sino para enseñarlos a las visitas, y me confesó que tenía tantos libros valiosos, que no se los leía, porque tenía, por otra parte, demasiados, y por la otra, que carecía de tiempo. Calculó, según me contó, que en su colección tenía hasta códices inéditos, ediciones incunables, con un total de más de 5000 volúmenes. Naturalmente, vivé, cómo no, en uno de esos pisos enormes de Barrio de Salamanca, en donde el espacio se enseñorea de las casas.
Cuando uno colecciona libros, y no los lee, es más material su prestigio, que la sensación de tener libros para leerlos. Pero yo procuro leerlos, y eso que raramente, me suelo comprar. Si acaso, de los amigos que publican, o de la Biblioteca del distrito. Pero he encontrado, gracias a un amigo y maestro, una librería, Libros Libres, en donde basta con llevarse los ejemplares que ocupen una mano. Es lógico, pero, después de leerlos, al ser gratuitos, y que no se compran ni se venden, es mejor regalarlos. Por lo menos, para que la lectura sirva de invitación a la lectura.
Por eso me pregunto, ¿de qué sirve tener libros, si otras personas pueden alcanzar la misma satisfacción, leyendo esas mismas obras? Por lo menos, los libros, en esta ocasión, no descansarán, sino que cumplirán su cometido.
Con estas líneas escritas espero no ofender a nadie. Nos vemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario