Que vuelen es lo de menos, pero lo hacen. Son fugitivos sin esperanza, o con demasiada esperanza. Pero vuelan. Suelen comportarse como los murciélagos, cuando descansan. No lo hacen colgados de la pared, pero sí en las estanterías. Y lo mejor de todo consiste, en que, dependiendo del libro, suelen tener una evidente cultura tribal de defensa y ataque.
Se ha comprobado que el Necronomicon ataca si se siente amenazado. Que la Santa Biblia deja de serlo, y se dedica, según su volumen y calidad, a panzadas contra el lector desprevenido. O El Quijote que se dedica, lanza en mano, a perseguir al mal lector que lo abandona de mala manera, a gritos de: ¡malandrín!, ¡villano!, que te vas a dejar de tontás en cuanto te coja, que te va a faltar calle para correr, andarín. Y, claro, el lector, el mal lector, sale corriendo porque no le queda más remedio. Otro hecho curioso es el Tristram Shandy que está todo el tiempo gritando: ¡que no he nacido todavía y espero ser nonato! y cae en las manos del lector que lo sabe acoger; pero luego, como es un pícaro, seduce y se escapa volando, dejando al lector apesadumbrado.
De ahí que hay muchos libros para todos, pero son voladores, y los más especiales son muy difíciles de atrapar. No se dejan. Ha de tratarse de un lector experimentado. No escapan de ellos. Los lectores experimentados, no son cazadores de libros, porque los libros no se cazan (por mucho que Lucas Corso diga lo contrario, qué cenizo), se atrapan, o se dejan atrapar. Por el lector experimentado.
Luego llega el gran lector; pero lo tiene más difícil. Conoce a todos los libros, y que los lean dos veces o más es una bendición, porque el gran lector relee, o no, y se queda con la esencia. Por eso, algunos libros voladores tiemblan, o se quejan o se deprimen o se vuelven indiferentes. Y vuelan cuando el gran lector decide, ese día, aventurarse en otras lecturas, en otros libros que volarán después. Entonces hay fiesta y algarabía, y los libros continúan volando.
No os perdáis El Palacio de los Libros Voladores.