Un libro, por muy común que sea no deja de ser un instrumento para defenderse o un juego; por lo menos, tras leer un libro, uno no se queda como los borregos, con perdón, de la imagen. Estos no leen. Las masas, generalmente, no leen. Van al cine, o ven la televisión, o se quedan embebidos y embobados en las películas 3D. Son libres, sí. Pero, ¿hasta qué punto dependen de las multinacionales, corporaciones y desalmadas empresas que mueven el mundo a golpe de intereses y de talonarios, contratos y corrupción?
Por lo menos, los libros de cualquier género, permiten que uno no sea un borrego, y no me refiero a mí, sino a las dos mitades del Planeta Tierra, que no hacen otra cosa que decirse: ¿ah, sí? Y tú más. Pero debería ser: ¡Aaah, sigue un poco más! Pues va ser que no. No estar el horno para pan y bollos, o bollería selecta, desde luego.
En principio, hay libros y libros más pequeños, opúsculos, que sólo tienen pocas páginas, pero transmiten el mensaje necesario en ese momento. Y los libros dividen. Cada uno es libre de leer o no; y no será libre, si no lee y piensa por sí mismo, comparte con los demás, y consigo mismo.
Un libro es más que papel y lomo ( y toda la aparatosa parafernalia y circo agradable de su encuadernado); un libro acompaña, y se puede mostrar, y evita, además, que, durante la lectura se te escape la baba de zombi que se te queda cuando no lees nada. No es una obligación, pero es un modesto aviso para no habituarse a mirar tras unas lentes, asombrados por los deslumbramientos de la técnica y tecnología, que borra el seso a más de uno, y lo transforma en un zombi de la imagen. Basta con cruzar el Rubicón.
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