Hay un hecho que carece de precedentes, o que los tiene en demasía: las palabras. Las palabras son armas, y así las utilizan los políticos, desviando sus problemas con la Justicia, o en casos de corrupción. Niegan todo con las palabras. Al ser un arma poderosa, una palabra o una serie de palabras bien pronunciadas, en clave, pueden empezar una guerra, o provocar enfrentamientos entre los ciudadanos (que es lo que esperan todos los partidos políticos); por suerte, siempre hay un político memo que mete la pata, y nos damos cuenta, y no tiene otro remedio que dimitir. En ocasiones, el arma les falla y el tiro les da a ellos por la culata, en pleno rostro.
Pero hay otros que son especialistas en desviar la atención; pero acaban pagando un precio muy alto cuando los pillan: yo no miento, yo leo. Fueron las palabras de Rajoy. Luego se ha comprobado que es posible que mintiera, pero que leer ya se sabía, leía su mentira. Por otra parte, se puede engañar a los cuatro fanáticos bobos que siguen a los partidos. Son borregos por añadidura, pero no a todo un país desencantado por un pasado gobierno socialista absolutista, y un Gobierno presente, quizás austero, pero tan absolutista en materia económica como el anterior.
Bárcenas podía haberse guardado los sobre para dárselos a parados de larga temporada, o Griñan con el gasto absurdo del subsidio de los desempleados en Andalucía. Las mentiras de las palabras lo desgastaron. La serpiente se mordió y envenenó a sí misma.
Pero no caerá esa breva. Tienen las armas, pero, en ocasiones, se olvidan de cómo utilizarlas.
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