Entradas Universales

jueves, 10 de febrero de 2011

Ante el espejo


Mientras a los quince años trataba de coger más cuerpo o presencia, vi que no servía de nada. Aparte, claro, de los problemas estomacales, los nervios, la euforia, y que, por la mañana, cuando me levantaba, no tenía mucho apetito. En cierta manera, me afectaba casi todo. Mucha tensión en casa, poca convivencia en el instituto (siempre venían a molestarme, reírse de mí, o ridiculizarme los capullos de toda la vida, y un impresentable que me repetía constantemente: "huele a muerto"; pero, por lo menos, estoy más vivo que él, porque no se pronuncia), teniendo en cuenta que, si alguna vez cometí una maldad, no fue por el hecho acometerla con sentido, sino, más bien, cegado por el maltrato del que era víctima todos los días. Era un constante sobrevivir; y la única salida, algunos días u ocasionalmente, era llevar a cabo alguna que otra campana; no por deseo, sino porque no me interesaba la compañía de unos fatuos que, para demostrar su superioridad, se metían con los que no podían defenderse, porque, muy en el fondo, ellos mismos jamás podrían defenderse de un enemigo peor que ellos mismos. Lo cierto es que debían de quererse mucho entre ellos. Lo suficiente para soportarlos yo todos los días, o no hacerlo; pero mi vida de estudiante de FP, nunca fue brillante, porque los impresentables son los que se hallan en la esfera de los favorecidos. Yo sólo quería ser escritor. Mis manos no estaban hechas para trabajos manuales.

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