Hace una semana relaté por correo mi lucha contra una langosta muy peligrosa, que me sucedió hace unos cinco o seis años o más. En el relato, bastante atropellado, por la moderación del sistema de correo eletrónico, expuse mi enfrentamiento. Me refiero a la langosta que es insecto, no la del mar. De hecho, hasta que la vencí, lo pasé bastante mal. En mi poder, dos armas poderosas, un bote de insecticida (lo siento por el agujero de ozono) y una zapatilla. Lo cierto es que el insecto me puso en vilo, y me dio una lección de supervivencia, incluida un poco de violencia por su parte, que me atacó con saña, y con mala intención.
Sucede que, cuando a un insecto lo adornamos con propiedades humanas, como la venganza, llega a convertirse en un problema. De hecho, mi enfrentamiento, o nuestra pequeña e insólita batalla consistía en que uno de los dos había de claudicar. Hecho aún más insólito porque, a escala muy pequeña, nuestro enfrentamiento era absurdo. Eso sí, me asusté bastante porque el insecto en sí era un psicópata de cuidado. Me golpeó en la frente, en el hombro, y yo devolvía rocío de insecticida y zapatillazos letales. Eso sí, para más inri, la langosta, el insecto, era salmantina; y os lo advierto, que los insectos de Salamanca son muy precoces reconociendo sus derechos, plastas y pesados, y no se rinden tan fácilmente.
Lo cierto es que, por la noche, que fue cuando transcurrió el enfrentamiento, me pareció una eternidad. El último zapatillazo y rociado de areosol insecticida, me dejó agotado. Ella cayó, o él, al suelo de lado, y sólo le quedaron fuerzas para volar por última vez, y ocultarse detrás de la tele Telefunken del setentaypicootantos. Digamos que decidió morir con dignidad, se retiró, pero, de todas maneras, desde entonces, respeto bastante a los saltamontes, siempre que no vuelen en mi dirección. O si no... ¡zaska!
No hay comentarios:
Publicar un comentario