En una ocasión, bastante nefasta, perdí en el catering donde trabajaba, algo más de hace veinte años, mi tarjeta de fichar. La dejé encima de mi taquilla, pero otro tipo la cogió, y ni se dignó informarme.
Al día siguiente confiaba en encontrarla, pero esta ya no estaba (por el robo de la misma); me presenté en la oficina, y pedí otra, alegando que la había perdido en el vestuario, y que nadie me la había devuelto.
Por suerte, me dieron otra, y pude fichar tranquilo. Me quedó el resquemor de que tenía muchos enemigos, hasta tal punto que, en la empresa, sólo tenía enemigos.
Callé el asunto de la tarjeta, pero sólo confiaba en unos pocos. Cuando regresé, de nuevo, a mi actividad habitual, se me había roto la confianza. Pero una cosa era segura: no volvería a echar una mano a nadie. Y eso fue lo que hice meses después, poco antes de mi despido injustificado, me di cuenta de que no había compañerismo, pues los pocos en que se podía confiar, tendían a despedirlos, o a atacarlos.
Desde entonces no he vuelto a tener ninguna tarjeta de fichar, que devolví en el momento de mi despido fulminante y sin pruebas, por culpa de un jefe de cocina afeminado, un encargado leprechaun, y una empresa con unos superiores corruptos.
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