Cada año, en noviembre, siempre visitamos la necrópolis de Paracuellos. Hay dos lugares que no me gusta visitar: los hospitales y la necrópolis. De hecho, cada año es más duro. Saber que una persona está ahí enterrada, y si se trata de una madre, entonces es más duro. Coincide con el Día de Difuntos, y la americanada de los 13 días de Halloween.
Entonces, la visita pierde toda su sacralidad. Ya es bastante duro saber que hay un familiar o varios enterrados, que sus cuerpos ya no respiran, y que no lo volverán a hacer, hasta un presunto Día del Juicio que no llegará nunca, y que ya han pasado a otro mundo con la barca de Caronte.
No soporto los hospitales ni aunque me ingresen en uno. He de aguantar los aires de superioridad de los médicos, y del equipo médico. Si los pones en duda, y cuestionas su jerarquía, te dan el alta a regañadientes, como si ellos tuvieran la última palabra, y no es cierto, no la tienen nunca.
En cambio, los cementerios, esa suerte de necrópolis, traen recuerdos del pasado, de cuando vivían, pero los soporto mejor. Por otra parte, es quizás este ritual anual el que nos hace recordar que la persona que estaba, siempre estuvo presente. Por lo menos, no se tiene que aguantar la superioridad de un galeno que, muy en el fondo, ignora más del espíritu humano, de lo que da a entender.
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